«Tu sangre me limpia. Te alabo, Salvador». Escuché que la gente cantaba estas palabras mientras me acercaba a la iglesia. Al verme, la muchacha que tocaba el tambor dejó caer sus baquetas y salió corriendo, gritando, como si hubiera visto a un fantasma.
Vestido únicamente con una túnica de mortaja, entré al servicio de la iglesia como un imán musulmán que proclamaba a Cristo.
Doce horas antes, mi corazón había dejado de latir.
Mi padre, un hutu, fue uno de los primeros jeques musulmanes en el oeste de Ruanda; mi madre, una tutsi, era bruja y sacerdotisa de un dios africano. Mi familia practicaba el islam popular, que fusiona el islam con el animismo tradicional. Quienes practican este tipo de islam defienden vigorosamente el Corán y a Mahoma, y luego recurren a la brujería cuando se sienten amenazados o buscan un beneficio.
Después de tener dos hijas y hacer todos los sacrificios conocidos, y apelar a Alá y a los espíritus africanos por un hijo, mi padre estaba listo para divorciarse de mi madre cuando yo llegué. Me llamaron Swidiq Kanana y desde que nací me dedicaron a Alá con la bendición de ser un líder de la comunidad musulmana de Ruanda.
Estos planes se vieron interrumpidos cuando el país cayó en una guerra civil que fue seguida por un genocidio. El odio étnico que desgarró al país también desgarró a mi familia. Mi padre se divorció de mi madre y se casó con otra bruja, mientras que mi madre y sus hijos quedamos a expensas de la caridad. A falta de comida, me acostumbré a vivir en la calle desde los nueve años.
Cuando era adolescente, aprendí a ahogar mi dolor en las drogas. Pero también aprendí a sacar provecho de ello. Después de ingresar a la escuela, me resultó fácil identificar a aquellos que buscaban escapar de los problemas y el dolor. Y me aproveché de ello. Empecé a hacer viajes mensuales al Congo para adquirir drogas para vender. Primero marihuana, después cocaína. Al convertir a otros estudiantes en adictos, podría exigirles que se convirtieran al Islam si querían seguir consumiendo drogas. Anhelaba la aprobación de mi padre y trataba de recordarle sus esperanzas de que yo me convirtiera en un líder musulmán.
La comunidad musulmana pronto notó el éxito de mi reclutamiento. Debido a que había memorizado el Corán, fui nombrado imán de la escuela musulmana. Incluso cuando era adolescente, obtuve renombre como apologeta musulmán a través del muhadhara, o predicación y debate al aire libre. Pocos cristianos de Ruanda entendían cómo encajaban el Antiguo y el Nuevo Testamento, y era fácil presentar a Mahoma como aquel que cumplía las profecías del Antiguo Testamento de que Dios levantaría otro profeta como Moisés, o de un rey que conquistaría a las naciones. Por fin estaba cumpliendo la bendición que me fue dada el día que nací.
Todo eso cambió un día en mi último año de escuela. Mientras calentaba para un partido de baloncesto, algo en mi cerebro pareció estallar y me sentí abrumado por sonidos e imágenes que daban vueltas. Tropecé varias veces tratando de escapar del rugido. Todos y todo era aterrador. Había perdido la cabeza. Los diagnósticos iban desde psicosis causada por las drogas hasta opresión espiritual.
El sacerdote de un dios local le dijo a mi madre: «Cuando nació, él te fue dado a causa de tus sacrificios [a los dioses], no a causa de este Alá musulmán. Él le pertenece a los dioses, pero ha roto las ataduras. Esta locura es su castigo». Se realizaron ceremonias y sacrificios, pero nada cambió. Luego mi madre me llevó a un hospital psiquiátrico occidental en la capital, donde permanecí varios meses y me dieron un sedante fuerte.
Los líderes musulmanes culparon a los espíritus malignos. Al intentar un exorcismo, colocaron un Corán sobre mi cabeza y comenzaron a recitar la Sura Al-Baqarah, la sección más larga del Corán. De repente me levanté de un salto y comencé a golpearlos hasta que llegaron los policías y me sometieron.
Después de haber pasado casi un año tomando medicamentos antipsicóticos, un amigo cristiano de mi madre le preguntó: «¿Por qué no probar a Jesús? Lleva a Swidiq a ver a nuestro pastor». Fueron a la iglesia anglicana en la colina cercana. El pastor abrió su Biblia y le mostró a mi madre la historia del hombre que le suplicó a Jesús que sanara a su hijo, diciendo: «¡Sí, creo!... ¡Ayúdame en mi falta de fe!» (Marcos 9:24).
El pastor y cuatro miembros de la iglesia ayunaron y oraron durante siete días, cantando canciones de paz e imponiéndome las manos cada noche. La séptima noche sentí como si estuviera subiendo a través del agua. Escuché el nombre Jesús una y otra vez hasta que comencé a reconocerme a mí mismo nuevamente. Esa noche, mientras iba de camino a casa, creí que Jesús me había restaurado, que Él era más fuerte que los espíritus malignos, más fuerte que la medicina occidental y más fuerte que el Corán. Pero yo no conocía a Jesús.
Lo que siguió fue una situación que enfrentan muchos musulmanes hoy en día. No podía negar el poder en el nombre de Jesús. Pero decir la verdad implicaba el riesgo de avergonzar a mi familia, e incluso de que me mataran. Durante el salaat, o el tiempo de las oraciones diarias, me encontré a mí mismo orando no a Alá, sino a Jesús.
Este dilema duró siete meses mientras intentaba nuevamente terminar mi último año de escuela. Un día, mientras trabajaba en una tarea, un fuerte dolor en el abdomen me paralizó. Sentí que algo me estaba destrozando los órganos, y con cada respiración sentía como que me cortaban con un cuchillo. La maestra se apresuró a buscar ayuda cuando me vio caer al suelo, echando espuma por la boca.
Mi padre me llevó a un famoso médico occidental que había estado en Ruanda durante décadas. Estaba desconcertado. «Las cosas andan mal», dijo, «pero no hay nada que pueda señalar como la causa. No hay una razón médica obvia». Al cabo de una semana, los médicos del mejor hospital de Ruanda comenzaron los cuidados paliativos. Con la primera dosis de analgésico, sentí una sensación de hormigueo que se deslizó desde mi columna hasta mis extremidades. Quedé completamente paralizado, sin forma de comunicarme.
Alrededor de las nueve de la noche, de forma imprevista pasé a un estado de plena y desconcertante conciencia. Al notar el cambio, la gente entró corriendo a mi habitación. Comencé a sentir como si me estiraran el corazón hasta sacarlo por la boca. Fue una sensación extraña, más espiritual que física. Al mismo tiempo, algo como un fuerte viento me arrastró, y de pronto mi corazón se detuvo.
A la mañana siguiente, doce horas después, mientras cavaban mi tumba y lavaban y vestían mi cuerpo para el entierro según la tradición musulmana, de pronto tosí, arrojé la sábana a un lado y me levanté. ¡La gente huyó gritando!
Confundido, miré a mi alrededor y me di cuenta de que alguien había muerto. Al volverme hacia un grupo de personas que me miraba fijamente, vi una cara familiar. Era Jesús. Levantó la mano y me miró con una sonrisa de complicidad.
En un instante, rápidamente recordé lo que había pasado durante las últimas 12 horas. Recordé haber visto en mi mente cuatro figuras con forma de hombre envueltas en túnicas negras empapadas de sangre. Cada uno sostenía un arma en sus manos nudosas y con garras. Me ataron y comenzaron a torturarme, burlándose de mi impotencia para resistir. Creo que eran demonios. Uno había puesto su hacha en mi pecho y la levantó en alto cuando alguien más entró. Supe inmediatamente que era Jesús. En su presencia, los otros retrocedieron consternados, y parecieron evaporarse.
No tengo idea de cuánto tiempo permaneció mirándome, pero tuve una sensación de perfecta satisfacción. Cuando finalmente habló, levantó las manos, mostrando agujeros en cada una, y dijo: «Tú estás entre aquellos por quienes morí, así que no lo niegues más. Debes decírselo a los demás. Revélalo».
Obedecí al Señor Jesús. Ese día fui directamente a una iglesia, todavía con mi sudario puesto. Y durante los últimos 18 años les he estado hablando a otros sobre Él. Aunque mi padre y la comunidad musulmana primero intentaron matarme, tanto él como mi madre, mis hermanos y muchos de esa comunidad musulmana, encontraron a Jesús. Hoy soy un pastor anglicano que predica en toda África, llamando a musulmanes y animistas a Cristo, y llamando a los cristianos a caminar en la luz.
El Señor me ha librado de varios atentados contra mi vida. Los que más se acercaron dejaron cicatrices en mi cuerpo. Pero conozco bien el significado de mi sufrimiento y sé que llevo la bendición del nombre de Jesús.
Cedric Kanana es el autor de I Once Was Dead: How God Rescued Me from Islam, Drugs, Witchcraft, and Even Death. El coautor, Benjamin Fischer, es rector de la Iglesia Anglicana Cristo Redentor en Idaho.
Traducción por Sergio Salazar.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.
2022-12-06
160 pp., 9.99
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