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En algún momento de nuestra infancia, muchos de nosotros desarrollamos una aversión a la oscuridad. Recuerdo que, de pequeño, estaba recostado en la cama con el partido de los Dodgers de Los Ángeles en volumen bajo en la radio, y mis ojos miraban frenéticamente al oscuro armario tratando de discernir qué eran las sombras que se movían y qué peligros entrañaban.
Al crecer, a menudo evocamos monstruos y pesadillas para explicar nuestros miedos, pero la mayoría de las veces es la oscuridad misma la que nos deja profundamente intranquilos. La experiencia de la oscuridad como una realidad desorientadora, llena de lo desconocido, parece estar grabada profundamente en cada una de nuestras almas.
En Génesis 1, Dios separó la luz de las tinieblas. Fue un acto creativo y deliberado que, a la vista de Dios, fue bueno. Sin embargo, tras la decisión rebelde de Adán y Eva y la entrada del pecado en el mundo, las tinieblas adquirieron un nuevo significado. Ya no estaban solo «afuera». Las tinieblas estaban en nosotros, acechándonos. En escritos judíos como el Talmud de Babilonia, la oscuridad es una metáfora de una desorientación inquietante, de un temor que se apodera de una persona. También significa el mal y el pecado que dejan a una persona luchando por encontrar dirección, identidad y la comprensión de lo que le espera. Del mismo modo, Isaías 9 utiliza la palabra compuesta tzalmavet, que significa «oscuridad profunda», para describir la sombra de muerte oscura que reside en cada corazón humano.
En Isaías 60:1-3 se hace un eco sutil de la conocida historia de Génesis 1. Una vez más hay contraste y separación, luz y tinieblas. Pero en la narración de Isaías, la oscuridad envolvente se disipará, no cuando el Señor, el autor de la creación, ...